A lo largo de la historia, la música ha sido y es víctima de muchos excesos. Hay uno en particular que parece pasar desapercibido a nuestros oídos, pero que trae algunos problemas al entrar en detalles.

 

 

 

 

Por

Gonzalo Cabri

@GonzaCabri

 

A veces se torna inevitable escuchar nuestra canción favorita y tener ganas de subirle al máximo a nuestro dispositivo de reproducción. Esa sensación de que a mayor volumen más energía nos transmite el sonido es algo natural y las empresas dedicadas a la industria lo saben muy bien. Por ello es que hace varios años la competencia musical viene pasando, entre otras cosas, por lo que se conoce como la guerra del volumen (loudness war). A grandes rasgos, es esa tendencia de que las producciones musicales suenen más fuerte cada año.
Tranquilamente podríamos tomar esto como algo bueno. Si explotar a fondo los volúmenes de las canciones nos da la sensación de que mejor es el sonido, ¡en buena hora que cada vez se logren mejores resultados! Bueno, sí pero no. La realidad es más compleja que esto y después de este artículo, probablemente, tengas otra mirada al respecto y decidas no saturar de volumen tu componente de 6000 watts de potencia.
En la música, al igual que en otros ámbitos de la vida, se cumple una ley muy simple y clara: menos es más. Esta ley se puede aplicar a varias de las etapas que constituyen la producción musical. Por ejemplo, no hace falta que tu guitarrista se pase toda la canción rasgueando acordes de quinta, o que el saxofonista esté todo el tiempo acompañando al resto. Mientras todo esté en el tiempo y lugar justo, alcanza. Tampoco hace falta que haya 1000 instrumentos arriba del escenario para sonar bien. El sonido es un fenómeno físico y por ello cada instrumento necesita su espacio de trabajo. Lo importante no es más instrumentos sino que cada uno pueda sonar sin que otro lo esté molestando. Esta es una de las razones por las cuales una banda de tres integrantes pueda llegar a sonar más “pesada” que una de 10. Ni tampoco hace falta grabar a volúmenes extraordinarios. Recuerden siempre que menos es más.
Ahora bien, siguiendo con el asunto de la guerra del volumen, ¿por qué no es tan bueno que cada año las grabaciones suenen más fuertes? Básicamente, por dos cuestiones: la pérdida de rango dinámico y la consecuente fatiga auditiva. Exploremos un poco estos factores que, más que darle calidad al sonido, destruyen las obras y, principalmente, nuestros oídos.

 

El precio de la picardía

Lo maravilloso de la música es la capacidad de transmitir emociones. Como señalamos en otra columna anterior, el arte musical se basa en el ordenamiento de sonidos a lo largo del tiempo. Esta definición general puede desarrollarse mediante distintas ramas. En esta oportunidad vamos a hablar de una de ellas.
Para generar distintos climas, las obras musicales constan de distintas partes. Lo más normalizado para el formato canción es el orden introducción, estrofa y estribillo. Cada una de ellas tiene una intensidad determinada. Por lo general, el estribillo es la parte en la que más fuerza toma la pieza musical, la parte que más volumen suele tener, por ende, la que más energía transmite. Esto a niveles generales, ya que hay una tendencia que viene generando adeptos en la que los estribillos no tienen tanta fuerza. Pero, en general, las estrofas suelen ser más “tranquilas” que los estribillos, por lo que existe una diferencia de volumen notable, justamente para generar distintos climas dentro de la canción. A la diferencia de volumen entre los puntos más bajos y los picos más altos de una producción se la conoce como rango dinámico.
Bueno, ¿y por qué tanto lío con esto del rango dinámico? Acá nos topamos con la primer gran problemática de la guerra del volumen. El proceso por el cual se logra darle excesivos niveles de volumen a una canción consiste en subir las partes más bajas y recortar las más altas. Es un tipo de compresión agresiva que permite emparejar y levantar el volumen hasta un nivel determinado. ¿Cuál es el resultado de esto? Que las diferencias de volumen, si las hay, entre las partes de una canción sean cada vez menores. Es decir, ¡todo suena igual de fuerte! Se asesina a la canción quitando la posibilidad de generar distintos climas con el volumen. Y eso es sólo un factor.
Si eliminar el rango dinámico es una puñalada para la obra musical, ni te cuento los desastres que produce el proceso de compresión que permite llevarla a altos volúmenes. Porque al amplificar las partes más bajas, también se amplifican las partes más altas. Con el agregado de que estas últimas no se elevan libremente, sino no se perdería el rango dinámico. Sino que se les impone un límite, y todo lo que sobrepase ese límite es brutalmente recortado. Este recorte, si bien pasa muy desapercibido, genera una distorsión por la pérdida de información que se produce. Es decir, no sólo que suena todo a “igual” volumen, sino que también hay pérdida de información, es decir, pérdida de calidad.
Un ejemplo claro de este fenómeno se da con las famosas “re-masterizaciones” de los grandes clásicos. En la siguiente imagen vemos un ejemplo de la canción Black or White de Michael Jackson remasterizada en distintas épocas:

 

 

¡Cuidado con los oídos!

Ya hablamos de las terribles consecuencias de levantar el volumen al máximo. Las canciones pierden calidad a cambio de sonar más fuertes, lo que hacer parecer que suena mejor cuando no es así. Obviamente, hay que hilar muy fino sobre esos detalles casi imperceptibles para dar cuenta de los crímenes cometidos. Pero para llevar esto a un terreno más familiar debemos hablar de otra consecuencia.
Habíamos señalado que, al levantar las partes más bajas de una canción, también levantábamos las más altas, y que a estas últimas se les asignaba un límite. Bah, esta limitación también cuenta para las partes más débiles, pero sobre todo afecta a las más fuertes. ¿Qué pasa con esa información que excede el punto límite impuesto? Se transforma en distorsión. El recorte de la información sonora hace estragos en la señal, produciendo lo que se conoce como clipeo. Es decir, se pierde información y se añade basura al sonido. ¿Alguna vez tuviste la oportunidad de escuchar un auto con los parlantes totalmente saturados, a tal punto de parecer que se van a estallar todos los vidrios del vehículo? Es producto del dispositivo de audio que intenta controlar los picos más altos de la señal para no perjudicar a los parlantes. Ese recorte es lo que genera la saturación, la distorsión.
Cuestión que, la mayoría de las veces, esta “mugre” producto del recorte de señal parece imperceptible. Muchos dirán “pero si yo escucho las últimas canciones del momento y suenan perfecto”. Sí, es muy difícil de apreciar a simple escucha. Pero la distorsión está presente y su consecuencia se materializa en la fatiga auditiva.
Es esa la explicación de por qué nuestro oído se cansa más rápido de escuchar música. Y ni hablar si ya tiene sus batallas libradas. A medida que pasa el tiempo, nuestra escucha va disminuyendo su calidad. Los estudios indican que vamos perdiendo respuesta auditiva hacia las frecuencias altas. Es decir, vamos escuchando cada vez menos agudos. Si a esto le sumamos una extensa exposición hacia niveles de volumen elevados, la cosa se torna aún peor.

La idea no es asustar a nadie, pero sí señalar que hay que tener cuidado. Esta tendencia, que viene desde hace tiempo, parece no hacer más que crecer a niveles exponenciales a medida que avanzan los años y las tecnologías. ¿Cuál será el límite? ¿Tendremos la capacidad de adaptarnos a estas condiciones? El tiempo será el responsable de responder estas preguntas.

Un comentario en «¡Hasta que explote el parlante!»

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *